El pasado 6 de este mes de enero, la Epifanía, publicaba Julio González en este blog un interesante post al hilo de una noticia (en “un diario de tirada nacional”: ABC, añado yo para no guardarme ninguna carta) en la que, al hilo de algo tan rutinario y casi mecánico -lo contrario resulta milagroso- como la inadmisión de un recurso de amparo (procedente por cierto de Palma de Mallorca, para terminar de decirlo todo: “me lo dijo Pérez”, el que, antes de que el Rey Juan Carlos instalase allí su corte veraniega, estuvo en la capital balear y le encantó, como reza la melodiosa e inolvidable canción de Los tres sudamericanos), se afirmaba, con tono de denuncia y aun de escándalo, que “el Constitucional avala que se puedan pagar deudas con sexo oral”: la felación al acreedor -algo personalísimo- sirve, así pues, para extinguir las obligaciones, aun sin venir mencionada de manera expresa en el Art. 1.156 del Código Civil. Ciertamente, el mismo periódico cambió poco después el titular -aun cuando ya había devenido trending topic-, en el sentido de dulcificar el ataque al Tribunal Constitucional, al que ya no se reprochaba avalar semejante cosa, sino sólo que “no rectifica la sentencia que ve legal” tan curiosa forma de poner punto final a las deudas.

Para que el lector termine de ubicarse, digamos que el mismo día 6 de enero se publicaba en otro medio digital, The objective, un artículo, firmado por Alberto Sierra, con intención de desagravio al intérprete supremo -así lo califica el Art. 1 de su Ley Orgánica- y con el expresivo titular de “Por qué no es cierto que el Constitucional avale saldar una deuda con sexo oral”. Para seguir puntualizando: “A pesar que se viralizó en las redes, ni la audiencia de Palma ni el TC se han pronunciado sobre la legalidad de exigir saldar deudas a cambio de sexo”. Un verdadero alivio: queda aclarado que en el Art. 1.156 del Código Civil no se embosca, como adición, esa letra pequeña.

Han pasado unos cuantos días y, como era de calcular, de la noticia, sepultada por la sexta ola del covid, la polémica sobre las macrogranjas, el PP de Ayuso y las demás comidillas, se ha terminado olvidando todo el mundo. Pero el artículo de Julio González plantaba cuestiones de fondo -estructurales, si se permite tan pedante locución- y es hora de volver a ello: “La sociedad de la información en la que nos movemos tiene sus reglas, que posiblemente se puedan reducir a que las cosas no son lo que son sino lo que se quiere hacer ver. Más aún en un país como el nuestro en el que la prensa opina más que informa de los hechos. Sin duda, es injusto, pero es el contexto en el que nos movemos”. En suma, el relato -subjetivo- termina imponiéndose sobre el objeto, los hechos nudos. Y, en ese marco general, sucede que, en amplísimos sectores de la sociedad española, el Tribunal Constitucional se encuentra, guste o no, aquejado de lo que a partir del libro de Verlaine sobre los poetas (1884 y luego 1888) se conoce como el malditismo. Haga lo que haga (o lo que no haga), lo que se va a llevar en los medios es un rapapolvo. Pieza que la partitocracia toca, pieza que sale fatalmente por la ventana y mal parada: es una regla que se muestra infalible. Los partidos son como Terminator. De ellos se puede predicar lo del Acorazado Potemkin: no conocen la derrota. El Tribunal Constitucional es una víctima especialmente caracterizada, aunque no la única.

Pero, en la línea de Julio González, prescindamos del caso concreto -lo que pasa en Baleares se queda en Baleares- y tratemos de elevar el razonamiento al estadio de lo abstracto: la sociedad de la información -de la inmediatez, de la postverdad y de todas las patologías que conocemos y sufrimos a diario- y sus implacables códigos.

La palabra tumbar -un verbo, obviamente- tiene, según el DRAE, hasta catorce significados. Los nueve primeros son transitivos y el inicial consiste en “hacer caer o derribar a alguien o algo”. De las variables intransitivas hemos de fijarnos en la que habla de algo parecido: “caer, rodar por tierra”. De vapulear, por su lado, hay que recordar que la misma fuente ofrece sólo tres definiciones, aludiendo las dos primeras a realidades físicas: “zarandear de un lado a otro a alguien o algo” y “golpear o dar repetidamente contra alguien o algo”. La tercera y última de ellas, de evidente sentido metafórico, se explica como “reprender, criticar o hacer reproches duramente a alguien”. Poner a parir, para entendernos. Denigrar, denostar o como se quiera hacer referencia a lo que es una manifestación de poco agrado, para decirlo con palabras versallescas o incluso relamidas.

Pero vayamos al grano. Cuando un órgano judicial se refiere a una Sentencia que estima la pretensión de invalidez de una norma -un Decreto, por ejemplo, o un plan de urbanismo-, el periódico sale a la palestra diciendo que Sus Señorías han tumbado la medida. Y, si se refieren al político que tomó la decisión, el titular consiste en afirmar que el buen hombre (o no tan bueno, pero seguramente lo hizo lo mejor que pudo) se ha visto vapuleado. Las Sentencias, en suma, resulta que no anulan nada, sino que tumban (las cosas) o vapulean (a las personas). Es un modo de expresarse bien distinto al que se emplea en las Facultades de Derecho con base a las leyes y los Manuales de las diferentes asignaturas. Alguien tendrá que aclarar a los alumnos, y al público en general, que, palabras aparte, estamos hablando de lo mismo, aunque en lenguaje jurídico haya optado por expresiones menos encendidas. Más austeras, si se prefiere.

“La sociedad de la información en la que nos movemos tiene sus reglas”: sí, Julio González, ¡vaya si las tiene! Y no sólo en el periodismo deportivo sobre el que tantas críticas vertiera el inolvidado Fernando Lázaro Carreter (“El dardo en la palabra”, primero en ABC y luego en El país). El equipo de fútbol de mi tierra es el de “los nazaríes” (?), lo mismo que a la selección de Brasil se la identifica como “los cariocas” -aunque nadie provenga de Río de Janeiro- y a la de México se la llama “los aztecas”, como si antes de llegar Hernán Cortés no hubiese allí más gente.

Los que somos de este oficio y además creemos que el lenguaje lo es todo -las palabras no reflejan la realidad, sino que la construyen, dicho sea sin exagerar- debemos -y lo digo intentando pasar de las anécdotas a la categoría, aunque aquí resulta difícil separarse del casuismo y los ejemplos- reflexionar con seriedad. No digo yo que de la noche a la mañana renunciemos a lo que es nuestro -toda una jerga o incluso un idioma en sentido propio, creado precisamente para que los profanos no puedan darse el lujazo de acceder a nuestras alturas-, pero sí tendremos que acabar siendo conscientes de que vivimos en una realidad paralela -somos como marcianos- y que algo hay que mejorar en lo que hace al arte -dicho sea sin desdoro del rigor e incluso de la prestancia- de la divulgación, donde hoy se juega la partida. La alternativa, por muy digna que se antoje, es (eso sí, echándole la culpa al género humano: “no me comprenden”; “es injusto porque lo estoy haciendo muy bien”) tan triste como quedarse cada vez más colgados y ajenos a la vida. Todo el gremio corre el riesgo de acabar tan aquejado de malditismo como el Tribunal Constitucional (a quien de hecho y en efecto nadie comprende en su tarea maquinal de inadmitir amparos y, si acaso alguien lo comprende, es todavía peor: más valiera que no lo comprendieran). Una verdadera calamidad.

 

 

 

Antonio Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz.